lunes, 14 de agosto de 2017

Cervantina. No hay medicina que cure el ronlalismo. 33 Festival de Teatro Clásico de Alcántara. Ron Lalá

                                                            Año del Señor de 2017
Ya era tiempo de retornar al goce, por estos pagos, de la troupe de cómicos de la legua, que ya levantara la admiración de vuestras mercedes, en la edición del 201, durante la notable celebración del señero Festival de Teatro de Alcántara, con su prodigioso enredo “En un lugar del Quijote”.
Tiempo es, de que estos pícaros, titiriteros del lenguaje, taimados bullebulles, metijones y esquinados malandrines retronaran a las tablas del Conventual de San Benito para llenar de regocijo los menesteres (mundanos y espirituales) de sus discípulos más acérrimos o de los neófitos, que acuden expectantes para reír con mágico prodigioso, con pícaro irredento o desvergonzada moza. Y es que Ron Lalá se reinventa en cada montaje, ejerce su ministerio vital con alquímico prodigio, destilando la hechicería de la palabra cervantesca, reinventando entremeses, reconstruyendo el verso áureo o remedando  vanidades mundanas, fatuidades y pompas, o burlando del necio que se creyó  sublime, del  vano petulante, o  del gobernante que engroso antes sus arcas que su honra.




Han de saber vuestras mercedes que aquestos malandrines de la palabra, ejercen también de musicantes y son notables seguidores de la musa Euterpe (la del agradable genio) ya que tañen bordones y hacen uso del  plecto con gracejo y donosura.
Pero no se equivoquen altos ministros, ni pueblo llano; que al fin y la cabo la sepultura les volverá iguales; pues estos bulliciosos comediantes ocultan bajo el disfraz de la carcajada un discurso tan juicioso como el de grandes filósofos, tras la simulación de la anécdota, la sabiduría del verbo depurado por un orfebre. Disfruten, pues, vuestras mercedes, vivan la ajena tragedia del bellaco y el perillán que terminan desdentados tras las migajas. Complázcanse con ese extremeño celoso que no logra vigilar el virgo de Leonora y sus cuitas para que no goce de fogoso amante, sigan la historia de la gitanilla Preciosa;(excelente Daniel Rovalher), nacida para ser ladrona; pero de noble origen, vean como los ladinos Rinconete (Miguel Madalena) y Cortadillo se presentan ante Monipodio (Juan Cañas) y su cofradía del hampa, recréense en la histriónica musa recreada por Iñigo Echeverría, rían con la tronchante Cariharta de Alvaro Tato, maravíllense con los prodigiosos atuendos (Tatiana de Sarabia) y la potente escenografía (Carolina González). Toda esta barahúnda, bajo la hábil batuta del desfacedor de entuertos Yayo Cáceres. Y es que el ronlalismo, cuando se te enquista en el alma, no hay remedio ni aspirina que lo cure…

Aquesta folia fermosa
de mago y titiritero,
plena de amor e de rosa,
no dejará  a nadie entero.
!Que vienen los ronlaleros!




jueves, 10 de agosto de 2017

Los misterios del Quijote. El triunfo de la “brujería”. 33 Festival de Teatro Clásico de Alcántara

                      



¿Otra vez a ver al brujo? Esta fue la lógica (por otra parte, aplastante) y asombrada pregunta de mi entorno. Traté de convencerles, a duras penas, ya que en poco tiempo habíamos visto a Rafael Álvarez en dos ocasiones. La primera en el López de Ayala en Badajoz, con la obra que suscribe y la segunda en el Teatro Sierra de Aracena con “Cómico”, Se escaparon de ver “El Asno de Oro” en Itálica por tablas. Pero el verbo sereno; heredado de las grandes plumas y mi lógica abrumadora; plagiando grandes filósofos; término desarmando a la “peña”: El Brujo es como el océano, flujo y reflujo. Un continuo devenir, bla, bla, bla, la respiración del agua, bla, bla, bla, el susurro del viento. Para evitarme la prédica “brujeril” (sabían que no iba a detenerme) terminaron accediendo y allende el río Tajo nos encontramos en el Conventual de Alcántara frente al desnudo escenario que utiliza Rafael Álvarez para sus nigromancias. Esta es la magia del teatro. 

El día anterior El Hamlet de la Compañía de Teatro Clásico de Sevilla había impactado con una escenografía barroca, cromática y palpitante. Ahora un solo actor, habitado de sefardita sayuela, deambula por el escenario casi desnudo como “peonza que da vueltas y vueltas en un olivar sefardí” (con permiso de Sabina). Rafael tiene un público fiel que le  sigue, que reconoce sus sesgos, su liturgia verbal, la alquimia que imprime al verbo y el dominio del lenguaje gestual, tallado en muchas leguas de camino de este bululú contemporáneo. El Brujo es un juglar de lo heterodoxo, un nigromante que lo mismo coquetea con el mágico verbo áureo, que loa inmortales clásicos, que se burla del lenguaje absurdo y estulto de parte de nuestra sociedad o entremezcla vivencias personales (o imaginadas) con historias cotidianas (quizás reales) de personajes mundanos. El Conventual, lleno a reventar, disfrutó con la magia de este titiritero del lenguaje, con sus teorías sobre la autoría del “caballero de la triste figura”, con su verbo poliédrico y hechizador.


En sus manos, El Quijote cobraba vida, palpitaba. La manchega llanura se hacía real y las peripecias de los personajes, reales o imaginarios, se entremezclan en la turmix de su capacidad de improvisación, topan con el ajado cuero de su cervantina adarga. El Brujo nos habla sobre la misericordia, sobre la capacidad humana de perdón. Este es el mensaje final tras el cervantesco disfraz, tras la excusa de la literatura hay un desfacedor de entuertos humanos. Un nigromante del sentimiento que se lleva de calle al público. Y lo  hace con mentadas a clásicazos y recitados de poemas que, en otros foros, pondrían pies en polvorosa al respetable. Esto es encomiable. Acercar al pueblo las cumbres literarias mediante el humor. Resucitar con su liturgia verbal la palabra antigua. Sacar de los polvorientos anaqueles a aquellos que cimentaron con su pasado nuestro futuro. Un público que ya ha hecho suyas las brujeriles frases “A veces me confundo” “Me he separado, pero estoy bien”. Termina la función y nos damos cuenta que Rafael Álvarez lo ha conseguido de nuevo: Dejarnos con ganas de más. La liturgia ha finalizado y el Conventual se viene abajo. Los neófitos acaban de descubrir que el verdadero embrujo de Rafael Álvarez está en la palabra. Los veteranos se marchan con la “misericordia”, que el generoso hidalgo ha repartido, a buen recaudo en sus corazones. ¿Otra vez a ver al brujo? Sí, hija, sí. Y las que hagan falta…

martes, 8 de agosto de 2017

La Bella Helena: Los Monty Python en la Hélade. 63 Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida

                              



 


Ya desde los primeros compases de esta Bella Helena queda patente su vocación de musical of Broadway. La obertura de Offenbach, con ese preludio de vientos, que es toda una declaración de intenciones del contenido bufo e iconoclasta de la obra, es sustituida por una pieza al más genuino estilo del musical.
Diversos son los cambios y arreglos en la orquestación y la estructura dramática con respecto al original del teutón. Se transforma y “aligera” el aria “Au Mont Ida”; obra de enorme exigencia para el tenor; en un genuino número de music hall: Evohé, que ces d‚esses, Ont de drôles de façons”.
Se conserva también la extraordinaria y burlesca “Tzing la la, tzing la la, Oya Kephale, Kephale, o la la”, durante la entrada del controvertido Orestes y sus acompañantes. Desaparece el personaje de la criada Bachiss. El dúo de Helena y Paris; una melodía disneyana; transforma el original libreto: Va-t'en, va-t'en, mon amour te suivra! Je crains leur fureur. Vete, vete, mi amor te seguirá! Temo su furor. El diálogo se convierte en el divertido: ¿Quien es él?. Me fascina su mirada felina…. También se elimina el  coro que acompañaba al dúo. Se añade un divertidísima y disparatada interacción del cornúpeta Menelao, oculto bajo el diván, ya que en el libreto original tan sólo aparece al final del acto, junto a los reyes. Otro de los aciertos es convertir la presentación de los reyes y el oráculo en uno de los momentos más desternillantes y surrealistas del libreto. 



No son estas las únicas innovaciones. Aquí, los dos Ayax, que en el original eran un par de zascandiles, se convierten en dos “reinonas drag” y Aquiles se transmuta en un retardado y escueto Robocop. La melodía del entreacto se escucha brevemente entre los dos actos en que resume esta versión la tríada del original. Uno de los momentos más espectaculares es la “Tirolesa con Coro” donde el actor extrae todo su registro vocal (La lai tou la la la la), para finalizar en el divertido y prodigioso epílogo, de pegadizo compás. Ma foi, partons pour Cythère!..tons pour Cythère. También la inclusión del can-can, quizás la obra más conocida del iconoclasta autor. Este pentagrama es utilizado para la presentación de Afrodita, una juguetona y pizpireta Rocío Madrid.
Se ha optado por el final alternativo. De las ocho versiones existentes tan sólo una; la edición Gérard; tiene el epílogo frívolo y festivo por el que ha optado esta adaptación. El resto terminan en una declaración de guerra, que no es acorde con el ambiente dionisíaco y lúdico de la sátira.


El violonchelista Jacques Offenbach fue un iconoclasta que aplicó la comicidad en el género naciente de la opereta (aunque ésta se presenta como ópera “bufa”) para fustigar la decadencia moral del Segundo Imperio Francés y la sociedad conservadora. Su colaboración con los libretistas Henri Meilhac y Ludovic Halévy, autor de “Carmen”; fue muy fructífera. El éxito de esta precuela de La Guerra de Troya, fue inmediato, y este compositor alemán, pero afrancesado en sus conceptos, llegó a ser el más representativo en el periodo que abarca el reinado de Luis-Felipe hasta la III Republica.  La partitura de “La Bella Helena”, se hallaba a caballo entre el concepto culto de la gran ópera y el desenfreno de la música popular y los cuplés. Herramienta soterrada para la crítica a una sociedad de moral puritana, mediante la farsa y lo bufo (no había otro modo de burlar a la censura). Los autores satirizaron y ridiculizaron; camuflando en Olimpo bullicioso; vehiculando mediante lo caricaturesco y el absurdo, la realidad oficiante. Offenbach utilizó la partitura para contraponerse a una ópera que consideraba vacía de conceptos y contenidos, pese a su estructura formal perfecta. No podían faltar las acusaciones de falta de patriotismo para argumentos que se mofaban de instituciones intocables y sagradas como el matrimonio y el fervor popular, hasta acusar a la música del autor de que; en su decadencia; había facilitado la derrota ante Prusia. El fanatismo no conoce límites ni épocas. La crítica de la ópera “ochocentista”, de sus argumentos encorsetados, su lenguaje grandilocuente y disparatados argumentos, había dado su fruto: el nacimiento de un nuevo género donde la comedia alocada se mezcla con elementos musicales y sociales. Como curiosidad añadir que el título que en principio se pensó para la opereta fue “La Prise de Troye”, afortunadamente olvidado en beneficio de este “Bella Helena”


Fue tanto su éxito que impuso todo un género, después imitado por otros compositores como Johann Strauss, Frank Lehár o Arthur Sullivan. Offenbach es, sin duda, creador de una especie nueva, aunque existían antecedentes como Hervé. Con esta creación reinó absolutamente solo en un concepto musical genuinamente francés: refinado, ingenioso, con perfiles definidos clásicos, de perfecta a indiscutible factura. Pero si fue el padre de la opereta en el sentido de su dignificación y popularización, atribuirle ser el creador de la Comedia Musical no es totalmente exacto. Offenbach sería un precursor de este género cuyos estilemas, estructura musical, requerimientos vocales y nivel conceptual no encajan enteramente en la Opereta. Para remitirnos a los orígenes del musical tal y como lo conocemos, debemos adjudicar el mérito a George M. Cohan, cuyas aportaciones se apartaban del burlesque, de la opereta o la revista, creando una forma completamente nueva con obras como “Little Johnny Jones” (1904). Se diferenciaba de géneros anteriores en que los personajes no eran héroes mitológicos ni habitadores del Olimpo. Eran los vecinos de al lado. Boxeadores, fabricantes, jockeys y otros tipos cotidianos, junto al aire ligero, coloquial y alborozado de las letras (esencialmente norteamericano), alejado de los, aún encorsetados, pentagramas gabachos. Añadan la utilización del baile para avanzar el argumento y tendremos los orígenes del musical. 
Offenbach vivió en el Paris de los “boulevardiers”, la cuna de la bohême, donde postureaban  (no es nada nuevo) los dandis. Allí las cafeterías, teatros o cafés-conciertos estaban invadidos por la jeusesse dorée, pero también de la vanagloria del imperio de Luis Napoleón. Además tiene el atrevimiento de introducir historietas llamadas “couplets”, diálogos hablados o bailes como can-can o rigodón.



Desde el libreto original, el director  Ricard Reguant y la pluma de Miguel Murillo en la adaptación, han extraído ese rechazo al esquematismo racional, la crítica estética que camuflaba la sátira política, el humor como canal de la denuncia. Aquí y allá lo han aliñado con denuncia social bajo la máscara del humor, con pinceladas surrealistas, dignas de "13 Rue del Percebe". Con brochazos sin compasión a la mezquindad, la sociedad autosatisfecha, el postureo y la falsedad moral que ya denunciase Offenbach. La apuesta estética juega con el desorden vital. Desde la máscara de la mitología y una aparente  y disparatada frivolidad, se destrenzan las corruptelas políticas. Bajo el disfraz de la crítica estética surge el dedo acusador contra la mediocridad, con esa querencia en la escena actual de reflejar el hecho coyuntural del teatro de la vida sobre las tablas. Un filón que no cesa, dada la inmensa cantidad de lerdos y zascandiles que se ubican en los diferentes colores y banderías para dar juego en la ficción dramática, frente a los que la mirada de Offenbach resulta totalmente contemporánea.  El libreto de Miguel Murillo apuesta por la ironía y el desenfado conceptual con jocosos diálogos de rabiosa actualidad, mixturados con elementos de cabaret, burlesque y music hall.
El mezquino y dogmático sacerdote Calchas (aquí Calcas), se intentó suprimir del libreto original, porque pensaban que ofendería al clero católico, nefasta idea, que afortunadamente no llegó a puerto, y nos permite disfrutar de la notable interpretación del mallorquín Joan Carles Bestard (Sé fuerte), dotado de una apreciable “vis cómica”, con diálogos cargados  de segundas (e hilarantes) intenciones. El cornúpeta; e intelectualmente menguado; Menélao; es defendido por Javier Enguix arrancando abundantes carcajadas entre el respetable por la recreación disparatada y burlesca de su personaje. Pleno de matices, se encuentra el Agamenón dibujado por el extremeño José Antonio Moreno, de amplio y múltiple registro vocal que recrea un esperpéntico monarca micénico (Me he equivocaaado, pido perdón), con abundantes referencias del Tex Avery más disparatado, portando una cabeza de mamut a modo de mochila.
Es, sin duda, una de las mejores escenas de la obra, digna del camarote de los hermanos Marx, donde las alusiones a hechos y personajes de actualidad, gozaron de la complicidad del público, siendo interrumpidos con aplausos.


Otra actriz extremeña, Clara Alvarado (que repite musical en las piedras milenarias), interpreta a la cortesana Partemis. (Parthoenis). El emeritense Cayetano Fernández, junto a Pablo Romo recrean a los dos Ayax, un dúo de héroes mitológicos nada marciales. Los guerreros aqueos son travestidos en dos “petardas” de logrado lenguaje corporal y amplio rango de naturalidad en la interpretación. El Robocop helénico de Javier Pascual, prototipo del acéfalo anabolizado, se apoya en su preparación física en halterofilia, para vestir la piel de un personaje algo retardado. También se añade a modo de maestra de ceremonias, el personaje de Eris, interpretado por una encantadora Cata Munar. Destacar la desaparición de la criada Bacchus del libreto.



La interpretación de Gisela como Helena deja patente que está curtida en musicales. La cantante aboceta una Helena, casquivana, pizpireta que detecta el “olor a macho” y a “pastor aromático”, con un amplio registro en el lenguaje corporal y una correctísima declamación. El amplio rango sonoro de su instrumento hace el resto. Nada sería igual sin ella. El toledano Leo Rivera también acarrea algunos musicales sobre sus espaldas. Su interpretación del desvergonzado príncipe Paris (bucólico, campestre) define un personaje simpático que sale airoso de canciones con gran exigencia vocal. Atenea (Marta Arteta) y la esposa de Zeus (Hera), interpretada por Graciela Monterde, con uno de los momentos más impactantes visualmente (la danza de Hera)  llenan de sensualidad las caveas emeritenses con amplio dominio vocal y gestual, tras el que hay mucho rodaje. No les andan a la zaga en sus perfomances Tamara Agudo como Leana y Mikel Hennet en el rol del disipado Orestes. El excelente trabajo de peluquería, máscaras y tocado ha estado a cargo de Pepa Casado, con vestuario de Maite Álvarez.
Destacar el certero y eficiente coro de bailarines, coreografiados por Maite Marcos,  para esta celebrada coproducción de Rodetacón y el Festival de Teatro Clásico de Mérida:
El polifacético Ferrán González incorpora composiciones propias que orientan hacia el musical en los arreglos, alejándose de la orquestación offenbachiana, agregando voces a lo que antes eran arias o “aligerando” las melodías para eliminar el hierro operístico. Xenia Reguant se ha encargado de dar sentido a este pandemonium desde su labor de letrista. Los puristas no deben  rastrear a Offenbach en este loco divertimento. Simplemente no está. Ni falta que hace. Esta “Bella Helena” es un espectáculo rotundo, con ramalazos montypythonescos y referencias al esperpento más carpetovetónico (la sombra de Valle-Inclán es alargada). Por mucho que lo hubiera deseado Offenbach, en aquella época no le hubieran dejado estirar tanto la cuerda.




REPARTO
Gisela
Leo Rivera
Rocío Madrid
Javier Enguix
Josean Moreno
Cata Munar
Cayetano Fernández
Marta Arteta
Graciela Monterde
Joan Carles Bestard
Clara Alvarado
Tamara Agudo
Pablo Romo
Mikel Hennet
Javier Pascual

CORO
Lara Martorán
María Amado
Alba Gómez
Jose Antonio Sáez
Helena Guerrero
Silvia Reguera
Daniel Balas
Marta Manchón
Nuria Llano
Marta Castell
CUADRO ARTÍSTICO TÉCNICO
Adaptación: Miguel Murillo
y Ricard Reguant
Compositor y director musical: Ferrán González
Letras canciones:
Xenia Reguant
Coreografias: Maite Marcos
Vestuario: Maite Álvarez
Escenografía: Pablo Almeida
y Gonzalo Buznego
Iluminación: Luis Perdiguero
Sonido: Ricardo Gómez
Máscaras, tocados y caracterización: Pepa Casado
Jefe de producción:
Miguel Molina
Producción: Juan Carlos Parejo Dirección: Ricard Reguant

Una coproducción de Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y Rodetacón Teatro











domingo, 6 de agosto de 2017

Hamlet. Una revisitación de lujo. 33 Festival de Teatro Clásico de Alcántara. Teatro Clásico de Sevilla

                        






Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio. Que las que sospecha tu filosofía.
 Un octogonal laberinto que espejea las almas de los participantes en esta tragedia. Un suelo que adquiere vida propia y refleja la pasión, el dolor o la locura en su continuo transmutar. Un vestuario apabullante, casi palpitante que compite (y se hibrida) con el cromatismo reinante. Esto, y mucho más, es lo que ofrece esta notable revisitación del mito isabelino.
Un Hamlet al que la insanía le otorga cordura, que adquiere la lucidez de ver la realidad en medio de las tinieblas., interpretado excelentemente por Pablo Gómez-Pando. 
Un príncipe de Dinamarca (nada dubitativo) que declama a ritmo de ametralladora, en difícil ejercicio lingüístico de una fisicidad extenuante. Una Ofelia, recreada por Rebeca Torres, de amplio registro, que se sale en la escena en que la locura se apodera de su espíritu ante la muerte de su padre Polonio, sostenido con temple y raza por Manuel Monteagudo, que da una lección de arte teatral en la escena del sepulturero.


Alfonso Zurrón desarrolla un Hamlet eminentemente visual, donde el cromatismo y el ritmo narrativo sin aliento; son apoyados por la música casi "metálica" (Jasio Velasco), en su justa medida, que va condicionando los tempos narrativos, las entradas y salidas de los personajes a través de los espejos. No es de extrañar que esta propuesta haya recibido tres premios ADE. Mejores Dirección (Alfonso Zurro), Escenografía (Curt Allen Wilmer) e Iluminación expresionista (Florencio Ortiz), una iluminación palpitante que extrae todos los recursos posibles de la escenografía y la intensidad dramática. Amén de ocho premios Lorca. entre otros. Multitud de instantes señeros, como el espíritu representado por una gasa etérea, la coreografía y posición en escena; acordes con las emociones humanas; el impactante entierro de Ofelia y los modélicos cambios de registro.
Este príncipe vagando por el castillo de Elsinore, es un escalofriante ajuste de cuentas con todas las agitaciones humanas: miedo, conciencia, venganza, arrepentimiento. 

El certero Hamlet, que nos sirve el Teatro Clásico de Sevilla, tiene notables hallazgos plásticos y dramáticos, momentos apasionantes como el duelo con espadas (Juan Motilla), instantes de intenso e hilarante verbo como las conversaciones del príncipe desnortado con los pánfilos Rosencrantz y  Guildenstern (sosias de Andy Warhol y Ángel Garó), o el diálogo del príncipe con Polonio, siendo estos los momentos donde más brillan los recursos de Pablo Gómez-Pando logrando la carcajada y la complicidad del espectador. Enormes están, también, Juan Motilla; de amplio rango sonoro y potente emisión vocal; Amparo Marín (Gertrudis) y Antonio Campos (Horacio), que pedía a gritos más extensión dramática sobre el papel para disfrutar del personaje. Plenos de "vis cómica" los "amigos" del príncipe, interpretados por José Luis Bustillo (Rosencrantz) y José Luis Verguizas (Guildenstern) o la poderosa presencia de Manuel Rodríguez (especialmente en el rol de cómico). Hamlet es una tragedia universal, pero también atemporal por eso el hecho de que el príncipe danés vista ropa anacrónica, no es más que una afirmación de la que las pasiones humanas no han cambiado, ni cambiarán, retornando eternamente entre los espejos.











Una versión del clásico que se convierte en imprescindible para todos los que quieran acercarse por primera vez al mundo shakesperiano, los que retoman tras largo tiempo de ausencias el verbo áureo o los conocedores del intramundo de Elsinore. Ninguno de ellos saldrá decepcionado. Hay muchas tablas y mucho saber hacer detrás de esta aventura donde el dramaturgo ya nos avisa de que: "En estos tiempos de corrupción, la virtud tiene que pedir perdón al vicio». Teatro en estado puro. Un acierto del Festival de Alcántara.


Para nada empaña el resultado algún pequeño lapsus  lingüístico, bastante comprensible en una obra de tal extensión y densidad, ni el desmesurado colapso final. El exceso dramático isabelino es de difícil digestión para nuestra época. Pero así la escribió el bardo de Stratford, y así seguirá siendo por los siglos. Después, solo queda el silencio.