miércoles, 8 de julio de 2015

Big Eyes de Tim Burton

                                             


Big Eyes es una obra atípica en el universo burtoniano. Una suerte de “rara avis” en la que Burton al aventurarse en la periferia de sus zonas oscuras, no se mueve con la precisión quirúrgica a que nos tiene acostumbrados en su universo estrafalario y gótico. Tal vez el truco consista en no buscar sello personal en el film, en disfrutar la película como un acercamiento a una historia que pudo haber sido inventada por el propio Burton: la historia de una impostura artística. 

En esta historia hay detalles que chirrían, como el histrionismo de Christoph Waltz  (casi un cartoon de carne y hueso) que termina agobiando, y no es otra cosa que una revisitación del imposible oficial nazi que interpretó en la fantasiosa “Malditos Bastardos”. Aunque Waltz tiene buenos momentos se deja llevar por el exceso y la desmesura, sobre todo en la etapa final de la cinta. Lejos de extraordinario Ed Word (todo genial desmesura) que recreara Johnny Deep. 

Todo lo contrario que la deliciosa Amy Adams, plena de contención y expresividad, sin descomponer el gesto. El diseño de producción recrea con efectividad una época y una forma de vida, tan alejada del universo del outsider Burton, que resulta ajena al ferviente devoto, hasta que se da cuenta que estamos ante un cuento de hadas pervertido con princesa encerrada en una torre por el ogro. En este caso cosmopolita, vendedor de humo, mundano, extrovertido. Y es que esta carga de profundidad, es una demoledora exposición de un vampirismo anímico. Reflexión sobre el arte, su concepto, o su manipulación. Sobre los popes del artificio, que entronizan la banalidad o hacen naufragar el talento. Aquellos que opinan y bendicen el producto final, y a los que en un momento del film Christoph le esputa: "Hacéis críticas porque no sabéis crear nada" Nos ha faltado algo de oscuridad, pero si nos fijamos detenidamente ya hay bastante oscuridad en los big eyes, en los tristes ojazos de estos niños desvalidos de Margaret Keane. 

Nunca estuvo Margaret en el MOMA, pero vendió millones de copias e inició un provechoso negocio de merchandising de tal modo que todo el mundo pudiera adquirir copias de su obra. Estamos en los años 50, en un país pretendidamente liberal, donde la mujer debe ocultar su condición para que su marido venda los cuadros. El color, al contrario que en otras obras burtonianas, está por todas partes. Bruno Delbonnel consigue estampas de San Francisco y Hawai acordes con el mundo kitsch en que se desarrolla el guión. Burton ha dejado entrar la luz, porque la historia lo requería. Margaret estaba ahí antes de Warhol, en manos de un hombre-niño, un inmaduro emocional que la vampirizaba. Un parasito que hasta el final de sus días siguió insistiendo en la autoría de los cuadros. El universo gótico de otras obras del autor se traslada a una morada popluxe, pero su ponzoña sigue ahí: El dominio que el caricaturesco bipolar ejerce sobre la princesa prisionera, la anulación de la persona, el universo opresivo de la buhardilla, con una ventana que no se abre para que no descubran la verdad, sin necesidad de distorsionar lo cotidiano. Margaret Keane paso de ser un producto considerada kitsch a ser objeto de colección para connaisseurs. Un ejercicio sesudo sobre la banalidad que rodea al arte y la impostura. Los ojos hiperbólicos que antes fueron ignorados, ahora eran oscuro objeto de deseo. No hay poseía malsana en Big Eyes. Aquí no esta el director de Eduardo Manostijeras o la bizarrez de Pesadilla Antes de Navidad. ¿Pero porque había de estarlo?¿No andamos a vueltas con el proceso creativo? Lo que hoy es banal, mañana puede convertirse en objeto de culto. Y Burton sabe mucho de estos menesteres. 


En algún instante la película navega peligrosamente entre la estética de telefilm (con carteles finales incluidos) y el riesgo bizarro de escenas como la del juicio final, donde el protagonista lleva el exceso a límites casi chirriantes. La belleza naif del retrato de Margaret es aplastada por la exhibición casi bufonesca (sólo falta el Jefe de Pista) del circense Christoph Waltz. En el apartado de Banda Sonora, el compositor fetiche de Tim Burton, el ecléctico Danny Elfman abandona el lado oscuro para escribir una partitura ligera, con entorno de ensueño, enfrentándose a temas como el de Lana del Rey, frente a los cuales resulta bastante discreta.





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