miércoles, 25 de octubre de 2017

MARAT/SADE de Atalaya. La locura como ejercicio de cordura. 40 Festival de Teatro de Badajoz

                            





Desde que Adolfo Marsillach estrenara en 1968 este Marat/Sade, los fantasmas a los que se enfrentaba se han retroalimentado, se han modernizado. De aquella  sociedad garbancera, de amplia grisura espiritual, han evolucionado y habitan otras pieles. Pero su discurso continúa siendo el mismo. “Atalaya” da otra vuelta de tuerca a la excusa argumental del asesinato de Jean Paul Marat para conducirnos por el jardín de senderos que se bifurcan.
Sade organizaba veladas teatrales a las que acudía la burguesía. Partiendo de esta esperpéntica realidad, la compañía realiza un juego de espejos al que nada humano le es ajeno. Por el escenario pasea el disparate valleinclanesco, la parodia; inspirada en el burlesque de los temas musicales, el expresionismo de los juegos de luces contrapicadas y de sombras, el look kaligariano ¿o timburtoniano? de Sade, la crueldad de Artaud, el vodevil pervertido o las comedias de puertas, en este caso sustituidas por una división modulable de las mortajas/sábanas que señorean el escenario como un ser que se alimenta de la sintaxis brechtiana.
“Sin libertad no hay igualdad”, pero también “Para que sirve la Revolución, sino hay fornicación”, son los dos extremos en los que se mueve la tesis de estos enfermos mentales que se acompañan al acordeón para preguntar a la sociedad cual es la mayor locura. Modélico el juego escénico donde lo poco se transforma en mucho. El parco escenario es utilizado con sabiduría en un juego constante donde las  cortinas evolucionan en columnas, en habitáculos, sudarios, o sirven de pared para diferenciar los mundos. Una silla, la intermitente bañera rodante de Marat y un artefacto-puerta, consiguen un  juego dinámico y enriquecedor al que se suma un piano utilizado para llevar el compás en determinados momentos. Metáfora de esa lucha eterna entre el individuo y la sociedad, entre el bien común y el goce individual, descrito en soberbios diálogos defendidos con técnica y visceralidad por Manuel Asensio (excelente dicción), en el rol de noble libertino (se han eliminado los asuntos más espinosos del original,) y Jerónimo Arenal (gran vis cómico/burlesca), interpretando al ampuloso jacobino autor de la “Declaración de los Derechos  del Hombre y del Ciudadano”.


Peter Weis presenta un orate con un elevado nivel intelectual, un filósofo cuya insanía no resta persuasión a su discurso que casi consigue apagar el de Marat, aunque este se apoye notablemente en el coro de dementes revolucionarios. Ricardo Iniesta maneja  los  hilos ¿o las cortinas? de este pandemónium donde la locura oculta una cordura y una claridad metateatral y contemporánea que se permite algunas referencias de latente actualidad.
El montaje es modélico, con aprovechamiento de medios y exprimiendo al máximo los recursos visuales y dramáticos. El juego de espejos presenta una panoplia de personajes variados y pintorescos. La enferma/sonámbula transmutada en la homicida girondina Carlota Corday, es interpretada con solvencia por Silvia Garzón, en un trabajo de esforzada expresión corporal destacar también el incendiario sacerdote libertario Jacques Roux (notable Raúl Vera).






Este juego, esta poética metateatral con estética de luces y sombras, deja un mensaje sobre la locura, el arte, la impostura o la quimera de las ideologías, teñidas de una contemporaneidad palpitante, disfrazada de musical surrealista, exprime soberbiamente la expresión corporal, mixtura la técnica del clown con la sintaxis brechtiana, presiona la cuarta pared hasta hacerla estallar ante el espectador e involucrarlo y hacerle tomar postura, bajo la batuta omnipresente del demiurgo de pelos electrizados. Hasta hacerlos comulgar con la duda y el escaso límite entre o ilusorio y lo real.
Obra seminal del siglo XX, este desfile de internos de Charenton, imaginado por Peter Weiss, presenta a la sociedad sus vicios y virtudes con precedentes tan ilustres como los montajes de Marsillach (1968), Animalario (2006) o Miguel Narros (199), o la propuesta de los gaditanos Carrusel Teatro, no se presta a las modas ni a las etiquetas. Atalaya tampoco lo ha hecho. La compañía andaluza ha destilado el jugo primordial  del mensaje, transmutándolo con la alquimia de su versión, dejando intactos los temas universales, llenándolos del humor negro de las composiciones de Luis Navarro y obligando a la platea a mover pieza en esta partida de ajedrez atemporal.




Se trata, realmente, de un “ménage à trois”, un juego dialéctico. el autoritarismo es personificado por el alcaide “Abbé de Coulmier”, interpretado el actor cacereño Joaquín Galán. Una visión del mundo a tres bandas: la del cansado e incrédulo Marqués, el utópico y verborréico Marat y el orden establecido, que desea permanecer así, simbolizado por el cargo oficial. Divertida y con gran poder escénico; Carmen Gallardo; ejerciendo de maestro/a de ceremonias, que se desenvuelve por la laberíntica escenografía ideada por Pepe Távora (si señor, hermano de Salvador), vestida por Carmen Giles y maquillada por Manolo Cortés. La expresionista luminotecnia (diseñada por el propio director), corre a cargo de Alejandro Conesa con un trabajo reseñable que destaca las coreografías creadas por Juana Casado. Completan el elenco José Ángel Moreno, un divertidísimo “cartoon” que encarna al maníaco libidinoso Duperret, Lidia Maudit (Rossignol) y María Sanz (Simonne Evrard), todos con notable dominio de la expresión corporal.



Este Marat/Sade de Atalaya es un espectáculo con mayúsculas donde el absurdo se da la mano con el respeto a un tótem teatral. Un juego de cajas chinas donde se exprime esa comunión actor/público que propugnaran Artaud y Grotowski, ese desleimiento de los límites entre escenario y platea como una ceremonia iniciática, que obliga a implicarse al espectador y tomar partido. La antipsiquiatría de los 60 también sobrevuela sobre el escenario. Brech está presente con el efecto de distanciamiento, las canciones, los recuerdos, la ruptura de la línea dramática, la alteración de la secuencia cronológica. Meyerhold y su biomecánica/simbolismo, sobrevuelan con su concepto fantasmagórico y grotesco. Incluso podrían hallarse semejanzas con el teatro/documento (Teixidor, Benet, etc.) y su compromiso político. El texto juega, mezclando las dos convenciones ideológicas con las concepciones dramáticas aplicadas, para sacudir al espectador.
Anclada en lo universal como ceremonia con la coartada de lo burlesco, esta versión de Atalaya y Ricardo Iniesta es una propuesta imprescindible, donde la austeridad formal camufla la riqueza de la propuesta, donde el contexto histórico disfraza la atemporalidad de los temas, donde la dialéctica se presenta con el disfraz de la estética, donde lo grotesco cela la lucidez del discurso, que juega a la iconoclastia satirizando con el cuadro “La Muerte de Marat”. Una invitación para aventurarse por los senderos más espinosos de la sociedad, la dialéctica hegeliana, el materialismo histórico, lo colectivo y lo  individual, la honestidad y la degradación, la religión, o la muerte en un prodigioso juego de pugilismo verbal/visual que ningún amante del teatro debería perderse. Eso sería un verdadero ejercicio de Sadismo.


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